Esta Semana Santa pasará a la historia como la Semana Santa del incendio de Notre Dame. La verdad es que este incendio nos ha sacudido a todos… tuvo lugar el Lunes Santo y estas líneas saldrán a la luz el Viernes Santo… ¿cómo voy a hablar de otra cosa? La cristiana católica que soy aflora con fuerza en cada letra de este artículo, y no puedo ni quiero evitarlo; intentaré no ser demasiado monjil: es lo único que puedo prometer.

Todo me ha impresionado: las llamas devorando la inmensa y majestuosa catedral en medio de la ciudad, sin poder detenerlas a pesar de los esfuerzos, la caída de la aguja, lo inesperado y fortuito del desastre… pero sobre todo me ha impresionado que, tras la lucha contra el fuego, cuando los bomberos han accedido al interior de la Catedral, lo primero que han visto, refulgente, elevada en su lugar de siempre, inalterable, victoriosa sobre el incendio y el desastre, ha sido la cruz. ¡¡¡Bendita Cruz!!!

En este Viernes Santo no puedo dejar de hablar de ella, de exponer lo que ella significa y de gritar a los cuatro vientos su grandeza y su fuerza: más de dos mil años, persecuciones de todo tipo, incendios y miles de calamidades… no han podido acabar con ella. Al contrario: por encima de mil desgracias y adversidades… ella emerge victoriosa y bella. La Cruz es el signo de la victoria del bien sobre el mal, la luz sobre la tiniebla, lo eterno sobre lo efímero… la cruz -nos guste o no, creamos o no- ha presidido y marcado la historia de todo el occidente. Todos los occidentales somos hijos de la cruz y de los valores y cultura cristianos que ella representa, podemos decir que la llevamos en nuestra genética. ¡Dejemos ya de renegar de ella! Si no la amamos y no la honramos demasiado… al menos dejemos de perseguir y denigrarla.

En Notre Dame de París ha quedado claro: no va a desaparecer, no la van a borrar. La fotografía de la cruz brillante victoriosa sobre las cenizas debe hacernos reflexionar sobre cómo las cosas que nos parecen más imperecederas (y la catedral de Notre Dame era un símbolo ancestral de París y Francia) de pronto y sin poder evitarlo, desaparecen, son destruidas, pero la cruz siempre permanece… y permanecerá.

Las llamas devoraban el edificio, desde el exterior no sabíamos qué pasaba dentro, nos interrogábamos sobre lo que estaría pasando en el interior del templo y nos angustiaba la posibilidad de que todo se viniera abajo, de que la venerable estructura gótica de la bellísima catedral no resistiera la voracidad despiadada del incendio, pero en el interior, silenciosa y firme presidía la Cruz… y Notre Dame está maltrecha, pero sigue en pie. Así cada uno de nosotros si dejamos que la Cruz presida nuestra vida: entre el humo, las cenizas y la oscuridad brillará la esperanza de la luz y de la vida; todos los dolores, males y desperfectos pueden ser reconstruidos y reparados. Me resta terminar estas líneas, en este Viernes Santo, cantando un himno que se entonó en Francia por primera vez en el año 569, con motivo del traslado de las reliquias de la Vera Cruz a Poitiers: O Crux ave, spes única, hoc Passionis tempore! ¡Salve, oh Cruz, nuestra única esperanza, en estos tiempos difíciles!