¡Qué bonitas las palabras de San Francisco de Asís a sus frailes! Que vivamos con nuestros hermanos los hombres esa pasión de amor, que les llevemos al trono de la gracia para alcanzar misericordia, sobre todo a los que vemos más frágiles, los que vemos más débiles; que seamos cómo él decía sus frailes: “madres los unas para los otros”. No hermanos, ¡madres! Lo que hace una madre no lo hace un hermano. La entrega de una madre, la compasión de una madre, la paciencia de una madre, la ternura de una madre, no la tiene ningún hermano. Lo que hace una madre, no lo hace un hermano.
Por eso para vivir en comunidad no sirve ser hermanos: ¡hay que ser madres! Tenemos que ser eso: ¡madres los unos para los otros! Las madres nunca condenan, las madres nunca descalifican, las madres -aunque vean la verdad y la fragilidad de los hijos- aman hasta el final y mueren por los hijos. Los hermanos… a veces no. Acordaos del hermano mayor del hijo pródigo y otros ejemplos de hermanos que hay en la Escritura que, al final… Sin embargo, ¡una madre siempre espera! ¡Una madre no se cansa! ¡Una madre nunca condena! ¡Una madre muere por el hijo! ¡Una madre nunca le echa de su corazón, nunca le expulsa del hogar…! ¡Así tenemos que ser para nuestros hermanos!
No me permitais decir nunca que estoy enamorada de Cristo, si no veis en mi un hogar de misericordia, un cobijo de compasión. Os lo digo de corazón: si no soy eso, no me permitáis decir que amo a Cristo… ¡porque os estoy mintiendo! Si no soy compasiva, si no soy misericordiosa, si no socorro las miserias que veo a mi alrededor, me estoy mintiendo y le estoy traicionando a Él, porque Él me ha llamado a la vida religiosa para vivir así. No se puede rezar y comulgar todos los días, si no somos la misericordia de Dios encarnada. ¿Cómo vamos a redimir al mundo? ¿Cómo vamos a ser corredentores con Él, si previamente condenamos? La misericordia del Absoluto también está de incógnito y tiene que estar de incógnito, pero tiene que estar presente.
Esto no lo olvidemos nunca y tampoco permitáis que yo me olvide, porque yo lo digo porque siento en mi corazón que lo tengo que decir, que el Señor me lo pide, pero yo soy consciente de que la primera víctima de la propia fragilidad y del propio egoísmo muchas veces soy yo y también necesito ser evangelizada.
Que nunca me olvide de que tengo que ser madre. Que nunca me olvide de que tengo que luchar por acoger a todos bajo mis alas, como la gallina hace con los polluelos. Que nunca nadie se aleje de nosotras, en concreto de mí, con la espina del desamor en el corazón. Y que luche hasta el último aliento y el último suspiro de mi vida por mis hermanas, por los consagradas que me han sido encomendadas para que sean de verdad en Jesús, para que permanezcan en Jesús, porque tengo que vivir con el convencimiento profundo de que Él nos ama profundamente. Cada una de ellas, por encima de todo, es un fruto maravilloso de la Redención de Cristo y así las mira Él y así las ama Él y así las desea El.
Con ese espíritu renovaremos nuestra Profesión religiosa y recordándoos que en el momento en que pronunciamos esos votos, dejamos de ser quienes éramos, dejamos de ser dueñas de nuestra vida y pasamosa ser patrimonio, propiedad, de la humanidad entera, de la Iglesia toda y, por supuesto, de Cristo.
Cuando una persona pronuncia sus votos, deja de ser dueña de su vida. ¡Su vida es de todos -como Jesús en la Eucaristía- es de toda la Iglesia! Y de alguna manera, diferente a Jesús en la Eucaristía, pero real… cuando se lee la fórmula de los votos -de una manera misteriosa- resuenan en el corazón de quien la lee y resuenan en el corazón de la Iglesia las mismas palabras de Jesús: “¡Este es mi cuerpo, tomad, comed, rompedlo, servíos de él! ¡Esta es mi sangre, hasta la última gota entrego, hasta la última gota es vuestra! Derramadla para que todos los hombres vivan en la Alianza Nueva en la salvación nueva, en la esperanza nueva, en la vida nueva…” Cada vez que leemos la fórmula de la profesión o se renueva la fórmula de la profesión, así acontece: es un eco de la entrega de Jesús en la Eucaristía. Al fin y al cabo, somos hostias entregadas, hostias pequeñas, pero inmoladas, partidas, rotas, dadas… entregadas para los demás.
Que hermoso texto, me ha llegado al corazón así es como deberíamos ser tod@s con nuestr@s herman@s. Porque Dios dijo amaos, los unos a los otros como yo os he amado. Le pido al señor que yo pueda ser otra madre para el señor, para con tod@s mis herman@s .