TEXTO: Mc 14, 32-42
Llegan a un huerto que llaman Getsemaní y dice a sus discípulos: “Sentaos aquí mientras voy a orar.” Se lleva Consigo a Pedro, a Santiago y a Juan. Empezó a sentir espanto y angustia y les dice: “Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad.” Y, adelantándose un poco, cayó en tierra y rogaba que, si era posible, se alejase de Él aquella hora. Y decía: “¡Abba! (¡Padre!) Tú lo puedes todo, aparta de Mí este cáliz; pero no sea como Yo quiero, sino cómo Tu quieres”.
Vuelve y, al encontrarlos dormidos, dice a Pedro: “Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora? ¡Velad y orad para no caer en la tentación! El espíritu está pronto pero la carne es débil.” De nuevo se apartó y oraba repitiendo las mismas palabras. Volvió y los encontró otra vez dormidos, porque sus ojos se les cerraban y no sabían qué contestarle. Vuelve por tercera vez y les dice: “Ya podéis dormir y descansar. ¡Basta! ¡Ha llegado la hora! Mirad que el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos! ¡Vamos! Ya está cerca el que me entrega.”
REFLEXION:
Nosotros somos Pedro, Santiago y Juan. Somos aquellos escogidos por Jesús para velarle aquel jueves por la noche en su agonía. Por eso estamos aquí: porque nos ha llamado para eso.
Y resuena fuertemente aquella palabra estremecedora de Jesús, porque no podemos perder nunca la perspectiva de que Jesucristo es Dios, es el Verbo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que, por amor, “se ha despojado de su rango y ha tomado la condición de esclavo y ha pasado por uno de tantos” (Cfr. Fl 2, 7) y, como verdadero Hombre que es, el alma humana de Jesús padece. Y es Jesucristo, Hombre verdadero pero también Dios, el que pronuncia esas palabras estremecedoras: “Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad”.
Es tan claro… que no necesita explicación. Solamente necesita que se grabe en nuestros corazones, en nuestras mentes y que entendamos que es una llamada, ¡es una vocación! Y en nosotros está responder o no responder. Somos pocos, pero la llamada para mí es cada vez más evidente: “Mi alma está triste hasta morir. Quedaos aquí y velad conmigo.”
No se nos piden grandes cosas. Se nos pide simplemente perseverar, permanecer y estar con Él. Él cuenta con nuestra limitación: sabe que muchas veces no vamos a ser capaces de velar, sabe que muchas veces nos van a vencer el sueño, las distracciones, el cansancio… ¡tantas cosas…! pero a Él le consuela que estemos ahí, cerca de El, aunque sea dormidos.
Es Dios quien dice que su alma está triste hasta morir. ¡Es Palabra del Señor y su Palabra es siempre verdadera! Cuando hablamos del sufrimiento de Dios, no estamos hablando de algo irreal, sino de algo cierto y perfectamente comprobable y contrastable en la Escritura.
Y es tal la tristeza, tal la agonía de su Corazón, el tedio y la angustia, que nos dice el texto que “cayó en tierra y arrodillado oraba a Dios”. Los que estaban allí, los tres apóstoles que estaban allí medio dormidos, medio atontados, fuera de onda, sin enterarse mucho de aquello… algo grande debieron observar, notar, algo imponente percibieron cuando, aún estando medio dormidos, lo recuerdan. Dice el relato evangélico que cayó en tierra y arrodillado oraba. Jesús era un judío y un judío siempre ora de pie. El que cayera en tierra y orara arrodillado nos hace vislumbrar, atisbar un poco, el peso de la angustia que aplastaba a Jesús: el tedio, el miedo, el pavor, el sufrimiento inconmensurable que le aplastaban.
Y aquí viene la gran lección: en medio de toda esa angustia y de todo ese sufrimiento que apenas podemos imaginar, intuir, vislumbrar, un poquito… pero del que siempre estaremos muy lejos, que es la agonía que el Corazón de Cristo vivió en esa oración del huerto de Getsemaní; en medio de todo ese dolor, Jesús reacciona y nos enseña a reaccionar ante el sufrimiento, cuando el sufrimiento llega al límite y nos aplasta. Saca del fondo de su Corazón toda su confianza, todo su amor y toda su ternura y nos enseña a dirigirnos a Dios, desde el fondo del dolor, llamándole Abbá: “Papá”, “Papaíto”…
Jesús nos enseña que, ante el dolor y la angustia que nos superan, no hay que encabritarse, no hay que rebelarse, sino hacernos pequeñitos y correr al Padre, acudir al Padre como un niño pequeño. No debemos tener miedo a lanzarnos al regazo de Dios y presentarnos ante El pequeños, débiles, asustados… pero eso sí, entregados: ¡Papá, tengo miedo! ¡Estoy asustado! Todo esto me supera; si es posible, líbrame de ello. Pero Papá: yo me fío de Ti, yo me entrego a Ti, me abandono en Ti. ¡Que no se haga lo que yo pido, sino lo que quieres Tú, porque me fío de Ti y me fío de Tu amor! ¡¡¡Papá!!!
El Corazón de Jesús siempre es espléndido, siempre es generoso, siempre nos regala. Y en ese momento de angustia profunda, el Corazón de Jesús nos muestra su íntima relación con su Padre, la ternura que le mueve y que rompe el dique de la lejanía del Padre. Nuestro Maestro nos enseña cómo nos tenemos que dirigir a Él: el Corazón de Jesús en Getsemaní convierte al Dios intocable, al Dios temible, al Dios innombrable del Sinaí, en Papá. Jesús nos muestra el verdadero Rostro de Dios, nos muestra la verdadera entraña paternal de Dios y nos muestra hasta dónde le ha llevado a Dios su Amor al hombre.
El Amor le ha hecho mendigo, le ha hecho débil, le ha hecho vulnerable. El Amor que nos tiene le lleva a sentir tristeza de muerte y no tiene ningún inconveniente en mostrar su fragilidad humana, su vulnerabilidad humana, porque el Amor le ha hecho vulnerable… Y no tiene vergüenza de mendigar compañía, de mendigar consuelo, de mendigar afecto, de mendigar compasión. El Amor le ha hecho cometer locuras: le ha hecho despojarse de su rango, le ha hecho quedarse en la Eucaristía… y ahora le hace morir.
¿Por qué tenemos miedo? ¿Por qué tenemos miedo a amar y por qué tenemos miedo de abrirnos de par en par a la acción de Dios con un sí generoso? No es posible que nadie nos ame cómo Él nos ha amado y no es posible que Alguien que nos ama así nos pueda pedir nada que nos pueda acarrear algún mal.
ORACION:
Jesús: quiero velar Contigo. Gracias por haberme llamado a velar Contigo a pesar de mi pobreza y fragilidad. ¡Qué consuelo –y qué estímulo- es para mí pensar que me amas y cuentas conmigo! Amén.
Yo solo puedo decirle ante ese sufrimiento palpable en el Huerto de los Olivos…que en sus brazos me abandono y que doy gracias por amarme tal y como soy.
Que mi miedo se convierta en su consuelo, que mi entrega generosa en este día a día, sea bálsamo para sus heridas, que mi amor puro y verdadero sea para Él su mayor alegría y que mi debilidad humana sirva para fortalecerme en querer agradarle cada día más.
Que nunca se me olvide que a su corazón pertenezco y que mi vida es suya….Que no me olvide de su sufrimiento por mí y que en la medida que pueda, debo y quiero con amor, aliviar su dolor.