Creer en Dios es un afirmación fundamental, aparentemente simple en su esencialidad, pero que abre al mundo infinito de la relación con el Señor. Decir “creo en Dios” significa que efectivamente estamos reconociendo que Dios existe como un Dios personal, que nos abrimos a una relación con Él, que nos puede llevar por caminos insospechados, que no tiene límite, que no se circunscriben porque reconocer a Dios y creer en Él supone reconocer su infinitud y que es Todopoderoso y que no se Le puede poner límites. Entonces decir “creo en Dios” significa afirmar no solamente que yo creo que Dios existe sino que en decir “creo en Dios” significa también que, esa existencia de Dios que admito, me afecta directamente en mi vida. Mi vida no es “no solamente creo que Dios existe y a mí que más me da que exista o deje de existir”. ¡No, no! Sino que el hecho de admitir que Él existe significa que toca mi vida muy directamente, ¿no?, muy en lo concreto.
Creer en Dios significa admitir a Dios, acoger su Palabra y una obediencia gozosa de su Revelación porque Dios se revela, se revela en la Escritura en toda la Historia de la Salvación y se sigue revelando, de alguna manera, en el ministerio de la Iglesia, ¿no? Nosotros admitimos a Dios en Su Iglesia. Y la de creer esa Revelación de Dios en Su Iglesia significa obedecer a Dios, no basta decir yo creo en Él, creo en un Dios que es personal y que afecta mi vida sino que además acepto ese Dios personal y obedezco con gozo, con prontitud a todo aquello que Él me ha revelado como camino de salvación.
Y creo que es algo que tenemos que intentarlo hacerlo vida de manera consciente. No podemos ser cristianos como por inercia, que eso es un riesgo que corremos, ¿no? Y que de alguna manera nuestra vida de fe también sucede, que vamos como va el mogollón, un poco haciendo bulto, no en mal plan, sin mala voluntad, pero dejándonos llevar… ¡No, no! Decir “Creo en Dios” implica ser conscientes de esta fe y participantes en esa fe.
Y llevándolo a cosas concretas nos lleva a aceptar también el Plan de Dios sobre cada uno. Y yo, pues, he subrayado aquí algunas cosas porque dice la Carta a los Hebreos: “Por la fe Abrahán, obedeciendo a la llamada de Dios, partió hacia el lugar que iba recibir en herencia sin saber adonde iba. Por la fe, vivió como extranjero en la Tierra prometida habitando en carpas lo mismo que Isaac y Jacob, herederos con él de la misma promesa. Porque Abrahán esperaba aquella ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor es Dios” (He 11, 8-10). Por la fe estamos viviendo como extranjeras en la tierra que se nos ha prometido. No exactamente habitando en carpas pero casi, porque no tenemos casa. Y lo mismo que yo, Isaac y Jacob, las herederas conmigo de la promesa.
El autor de la Carta a los Hebreos se refiere aquí la llamada de Abrahán narrada en el libro del Génesis. ¿Qué le pide Dios al patriarca? Le pide que abandone su tierra para ir al país que se le mostrará. El Señor dijo a Abrahán: «Deja tu tierra natal y la casa de tu padre y ve al país que Yo te mostraré” (Gn 12,1).
Se trata en efecto de partir en oscuridad sin saber hacia donde nos conduce Dios, es un camino que requiere siempre obediencia y una confianza radical a la que solo la fe permite acceder. En la oscuridad de lo desconocido vivimos iluminadas por la luz de una promesa. Dios añade a Su mandato una palabra tranquilizadora que abre un futuro de vida en plenitud: “Yo haré de ti una gran nación, te bendeciré… y por ti serán benditos todos los pueblos de la tierra” (Gn 12, 2-3). Pero para esto, se requiere eso: una obediencia y una confianza radicales, ciegas; no podemos permitirnos el lujo de dudar de la llamada que hemos recibido.
¿Qué significa dejar la tierra natal y abandonar la casa de tu padre? Pues no lo sé exactamente, puedo decir lo que ha significado para mí y cada uno que vea que significa para si.
¡La promesa! La promesa es, por supuesto, llegar al Corazón de Cristo en plenitud y a un lugar muy concreto. Pero la tierra prometida no es un lugar material, aunque también. La tierra prometida es la vida nueva que se nos llama a vivir, ese es el “país que Yo te mostraré” y es un país que el Corazón de Jesús nos va mostrando poco a poco, es en Su Tierra porque en Él tenemos que vivir. Él es nuestra tierra prometida pero el país exacto, el modo de vivir es el que paulatinamente nos va mostrando.
¿Qué ha significado para mí salir de mi tierra? Ha significado salir de algo que ya estaba consolidado, que daba seguridad, donde de alguna manera era más fácil vivir porque es más fácil vivir asentado en lo que es seguro que salir de ahí y lanzarse a la de la altura por unos caminos que casi ni existen, que hay que ir escrutando. Era más cómodo, más fácil, vivir en la casa de mi padre, en mi tierra anterior, en mi tierra natal. Y ¿cuál fue mi tierra natal? Mi tierra natal es el Carmelo Teresiano tal y como lo conocemos. Ahí nací como mujer consagrada, ahí crecí durante unos años, ahí viví y me afiancé durante un tiempo; pero, en un momento dado, se me ha pedido salir de esa tierra e ir a una tierra nueva -que yo no conozco bien aún- pero, que Él me mostrará. Él me ha prometido y no dudo, aunque a veces no es fácil.
La oscuridad de eso que es desconocido está iluminada por la luz de una promesa y esa promesa implica crear un gran pueblo, un pueblo según el Corazón del Señor, un pueblo grande, numeroso; no sé si numeroso en miembros, o numeroso de frutos, en obras. Y dice que “por ese pueblo serán bendecidos todos los pueblos de la tierra” Yo no sé si serán bendecidos todos los pueblos de la tierra, pero sí, que es cierto, que la bendición de Dios va alcanzando a muchas personas; eso es una realidad que ya estamos comprobando.
Ahora ¿cómo entendemos la bendición? La bendición, en la Sagrada Escritura -dice el Papa- se enlaza principalmente con el don de la vida que viene de Dios y que se manifiesta ante todo en la fertilidad. La bendición está también relacionada con la experiencia de poseer una tierra, un lugar estable para vivir y para poder crecer en libertad y seguridad… Por lo tanto, Abrahán, en el plan de Dios, está destinado a llegar a ser el “padre de una multitud de naciones” (Gn 17,5; cfr. Rm 4, 17-18) y a entrar en una nueva tierra donde vivir. Y, sin embargo, Sara, su esposa, es estéril, no puede tener hijos, el país al que Dios lo conduce está lejos de su tierra natal y ya está habitado por otros pueblos y nunca le pertenecerá verdaderamente.
Ibamos caminando hacia una tierra nueva donde vivir e íbamos con una esposa estéril, un modo de vivir que se había vuelto estéril para nosotras, que no daba fruto, que no podía tener hijos; y, cuando empezamos a vivir de otra manera, la estéril ha empezado a ser fértil. Y el país al que Dios nos conduce -que está bastante lejos de nuestra tierra natal, de lo que estábamos acostumbradas a vivir antes, esa es nuestra tierra natal- resulta que ya está habitado por otros pueblos. Y es fácil que nos suceda como a Abrahám: que nunca nos pertenezca por entero.
Sabemos que nuestra tierra prometida, la que viene después, esa sí nos va a ser dada, ya nos es entregada porque nuestra verdadera patria, nuestra verdadera tierra prometida es el Corazón de Cristo y de ahí no nos va a poder desarraigar nadie. Pero materialmente es fácil que siempre seamos nómadas de Dios, que nunca tengamos nada que de verdad poseamos.
El narrador bíblico hace hincapié en esto porque dice: “cuando Abrahán llegó al lugar de la promesa de Dios, los cananeos ya ocupaban el país” (Gn 12, 6) La tierra que Dios le dona a Abrahán no le pertenece, él es un extranjero y lo seguirá siendo para siempre, con todo lo que ello conlleva:… no tener intenciones de posesión, sentir siempre la propia pobreza y verlo todo como un don.
Cuanta enseñanza madre Olga Maria del Refentor,que Dios me conceda la gracia de guardar en mi cotazon y a Ufs conservar es tierta prometida que ya lo tienen.Saludos.
Si, madre Olga Må, ha sido obediente como Abrahán, y has salido de tu tierra porque como él tu crees en las promesas de Dios; se te ve como una mujer de fe como él. Gracias a ello, madre Olga Må otros aún dudando como Sara podemos caminar contigo hacia nuestra tierra prometida que es el Corazón de Cristo.