(Transcripción de la charla impartida a los Miembros del Movimiento Vida Ascendente de la Diócesis de Vitoria, el 25 de abril de 2017)
La Iglesia -¡gracias a Dios!- no es un club de perfectos. Somos el grupo de los que, mejor o peor, como podemos, hemos sido llamados y ungidos por el bautismo para seguir a Jesús y para participar de su vida. No es un club de perfectos para que todos -yo la primera- podamos pertenecer a ella. Si la Iglesia fuera un club de perfectos… no quedaba en la Iglesia ni el apuntador. La Iglesia es santa y es inmaculada, pero los que estamos en la Iglesia somos pobres, somos necesitados, somos pecadores, somos muy pequeños… y es precioso, porque así tenemos el gozo cada día de sabernos hijos cuidados, mimados, sostenidos… que dependemos en todo de Dios. Pero es una dependencia amorosa, una dependencia que hace infinitamente feliz.
Yo, cuando miro mi vida y siento que dependo del todo de Dios, pues, no me agobio nada. ¡Qué alegría y qué descanso!, porque, como dependo en todo de Él y confío absolutamente en Él y espero todo en su amor… pues descanso. Es muy desestresante depender de Dios. Estresante es la vida del que se tiene que salvar por sí mismo, el que se tiene que solucionar la vida solo, el que tiene que ganarse el sustento cada día, el que tiene que buscarse la vida… ¡Qué agobio!
Pero cuando sabes que dependes en todo de un Padre que te da todo gratis y que no me puede dar más de lo que me ha dado, porque me ha dado a su Hijo, y ha entregado a su Hijo a la muerte por mí, para que yo viva… pues a mí eso -yo no sé a vosotros qué impresión os causa- pero a mí me produce un descanso impresionante y una felicidad honda. No una felicidad de garabato y sonrisitas inconsistentes, porque a veces la vida es complicada y se pasa mal y no siempre es fácil, pero la felicidad y la tranquilidad de quien vive en Dios y descansa en Él… es inquebrantable. Entonces a partir de ahí, pues mira, ya… que pase lo que pase, ya lo iremos sorteando, precisamente porque Dios me ayuda y Dios me cuida. Confiar en Dios y descansar en El nos hace invencibles.
Una cosa importante, que es por lo que os he empezado decir todo esto de la Iglesia: tenemos que tener mucho cuidado, porque los de Emaús se iban. Pero hay otra cosa, y lo hemos visto el domingo pasado, que se llama Síndrome de Tomás, o sea, hay algunos que nunca están con la comunidad. Y este era Tomás. Yo no sé cuántas veces había aparecido ya Jesús en el Cenáculo y Tomás nunca estaba, ¡nunca estaba! ¿Dónde estaba? No sabemos, el Evangelio no nos lo dice, pero que no estaba sí que lo dice. Y que, encima de que no estaba, cuando llegaba, protestaba. Esto suele pasar en las comunidades parroquiales, en las comunidades cristianas, en las comunidades religiosas, en los grupos cristianos:
– ¡Hemos visto al Señor! ¡Ha estado aquí! ¡Ha resucitado!
– ¡Ah! Pero yo no estaba. ¡Vaya por Dios! Y ¿por qué viene siempre cuando no estoy yo?
“Y ¿por qué será que nunca estás cuando Él viene, no?”, habría que darle la vuelta a la situación. Esto sucede: hay personas que siempre van a contrapelo y al revés.
Para ver al Resucitado hace falta la comunidad. El Resucitado se manifiesta en la Iglesia, en la comunidad; y, a solas y al revés del resto del mundo… va a ser que no. Si algo le «preocupa» a Jesús es consolidar la Iglesia en torno a Él.
¿Y qué le pasó al Tomás este bendito? Qu era un poco petardo, pero al final, fue el que tuvo más suerte… Porque Jesús es así de bueno y así de condescendiente, ¿no? Encima de que nunca está donde tiene que estar, se pone borde… porque estamos muy acostumbrados a leer el relato evangélico: “Si yo no toco, no voy a creer. Si no meto la mano en su costado y los dedos en los agujeros de los clavos, yo no voy a creer.”
Dan ganas de decirle: “pues, mira: ¡tú te lo pierdes! Pero eso es lo que hay: ¡y Jesús ha estado aquí, le hemos visto, hemos hablado con Él y está vivo!” Pero Dios es tan bueno y tan condescendiente que, lo mismo que hizo con los de Emaús, que les salió al paso (le hicieron hablar una tira de rato, porque no se aclaraban y les costó tiempo), sale al encuentro del despistado y alejado. Es tan condescendiente… tan bueno -¡esa es la palabra!- que no se cansa de salir a nuestro encuentro y de buscarnos, ¿no? Y aparece ante el bueno de Tomás.
Yo… me encantaría haber visto la cara de Tomás, ¿no? Es que se tuvo que quedar blanco, porque me imagino que cuando lo dijo, lo diría con cierta chulería: “Pues, ¿yo? Si no toco, pues, no lo creo.” Dan ganas de decirle: “Pues no te lo creas. ¡Que te den morcilla!” Pero Jesús se acerca… Y yo me imagino a Tomás diciendo: “Tierra trágame!” Y…: “¡Ven, ven! ¿Tú querías tocar? Pues toca. ¿Querías meter la mano en el Costado? Pues toma.”
¿Y yo? Yo creo que, si yo soy Tomas… no sé si hubiera creído o no lo hubiera creído, ¡¡me hubiera dado un vahído!! Pero me impresiona la condescendencia de Jesús, porque podía haber dicho: “Pues, si no lo crees, peor para ti. No tengo porque tener contigo un trato especial después de que nunca estás, y encima vas en plan impertinente chuleando y retando…” Pero la bondad de Jesús es tan grande, la paciencia, la condescendencia, la ternura de Jesús son tan grandes… que le da a Tomás lo que quiere.
Y a mí me impresiona muchísimo… esta es una cosa muy mía, una apreciación muy personal mía que comparto… Yo digo: a veces entiendo que la actitud de Tomás no era la mejor, pero no se deja de tener una cierta envidia de Tomás, yo por lo menos la tengo. Porque pienso -muchas veces he pensado, ¿no?- que cuando él introdujo la mano por el Costado, el Corazón Resucitado de Jesús estaba ahí vivo, palpitante y lleno de amor. Y pudo palpar en directo ese Amor a través de esa Humanidad resucitada de Jesús. Y eso es lo que le hace a él confesar la fe: “¡Señor mío y Dios mío!”
No fue un simple tocar… -yo estoy convencida de ello- no fue un simple palpar, como quien palpa esta mesa o este micrófono… ¡No, no! Sino que fue palpar la Intimidad de Jesús, el Amor de Jesús y la fuerza de ese Amor y de ese Corazón resucitados, sobre quienes ya la muerte no tenía fuerza ni dominio.
Como os he dicho antes, en Jesús resucitado vemos siempre paciencia y misericordia: esta muestra de Tomás y lo mismo pasa con Pedro en la aparición de Tiberíades, que también Pedro la había liado y Jesús entra en diálogo con él, ¿me amas…? conocemos de sobra el pasaje… Siempre la condescendencia, la paciencia, la ternura con que va venciendo nuestras resistencias, nuestra incredulidad… porque, aún después de resucitado, ¡qué brutos somos…! ¡Cuánto nos cuesta admitir…! ¡Cuánto nos cuesta reconocer a Jesús…! ¡Cuánto nos cuesta, pues eso, rendirnos a ese Amor aplastante!