Día y noche deberíamos de estar en el santuario contemplando su gloria. “Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria”.
Día y noche deberían permanecer, sin desfallecer, vírgenes que elevan a Dios ininterrumpidamente sus súplicas, vírgenes oferentes que permanecen como lámparas encendidas, elevando continuas súplicas a Dios… Vírgenes que aguardan, que velan, que esperan… con su lámpara encendida la llegada del Esposo… Vírgenes que están preparadas con su aceite, alerta… Vírgenes que no desperdigan, que no desparraman, que no reparten su aceite; porque el aceite que mantiene la lámpara encendida es el amor, el anhelo íntimo de estar con Jesús.
Por eso las vírgenes prudentes no reparten su aceite: no porque sean egoístas, sino porque no pueden repartir lo que es propio, lo que no es negociable. El amor, la fidelidad, la entrega, la consagración… es el aceite que arde en la lámpara de la virgen prudente. Y con el amor, con la entrega, con la fidelidad… no se juega, no se trafica, no se reparte, no se pone en peligro, sino que se custodia, porque es un tesoro; se guarda, para que la lámpara esté siempre presta.
Las vírgenes prudentes -precisamente porque son prudentes- caen en la cuenta de que, con el aceite de la fidelidad, con el aceite del amor, no se puede jugar, ni mucho menos regalar. Es algo personal e intransferible y no se puede traficar con él. Solamente se puede custodiar, guardar y hacer que arda: quemarlo, consumirlo, gastarlo… haciendo arder la propia lámpara. Y permanecer: permanecer fiel, con la lámpara encendida, esperando a que Él llegue.
En cualquier templo, tiene que haber al menos una lámpara encendida, anunciando a los hombres que Jesús está ahí. La lamparilla no sirve para nada, sólo para significar eso. No alumbra, no da luz suficiente. Su única razón de ser es gastarse y desgastarse, señalando que Él está ahí, recordándonos que Jesús está ahí. No tiene ninguna otra finalidad, no da luz, no alumbra a nadie, no tiene otro significado, ni otro sentido, sino sólo quemarse y desgastarse a su lado, junto a Él, dando a entender a todo el mundo que Él está.
Toda yo tengo que ser la lámpara de mi templo. Toda yo tengo que ser una lámpara viva, que se gaste y se desgaste alumbrando tenuemente, pero lo suficiente, para que todos los que se acercan a mi templo entiendan que Él está ahí, que Él es el solo necesario, el único importante y está en el templo.
Una lámpara, si es una gran lámpara, da mucha luz y es útil. Una lamparilla da muy poca luz y no es útil, se desgasta toda, da todo lo que tiene, pero… ¡es tan poco! Lo único que da sentido a su vida es Quién está ahí, Aquel por quien ella arde, Aquel cuya Presencia ella nos anuncia, porque si Él no estuviera, ella no estaría, se apagaría inmediatamente. Sin Él, la lamparilla no tiene sentido, no significa nada, no es nada… Su única razón de ser es gritar al mundo que Jesús está ahí. Es un reclamo, una llamada, un decir: “¡Está aquí! ¡No le dejemos solo!” Y mientras alguien llega, ella está, ella le acompaña.
En las noches largas, frías, oscuras… la única compañía que tiene Jesús es la lamparilla, que está ahí ardiendo, consumiéndose, gastándose junto a Él. Solo Él la ve y nadie más. Casi no le alumbra, casi no le calienta porque es muy pequeña la llama, pero Él sabe que ella está… y eso a Él le consuela. ¡Ésa soy yo! ¡Esa lámpara viva tengo que ser yo!
Si a veces los hombres, por mi presencia, reparan en que Jesús está ahí… ¡bendito sea Dios! Y, cuando no hay nadie, ¿a quién le anuncio que Jesús está ahí? Pues… ¡a nadie! Pero Él me ve y sabe que me tiene y yo me sigo gastando en su Presencia, me sigo gastando estando con Él… hasta que un día se acabe todo mi aceite, pero no habré escatimado nada.
Ella no dice nada… No sabe decir nada, pero su silencio habla por ella. Le vale más callar que hablar. La única palabra que sabe pronunciar es el acto que la va consumiendo, gastando lentamente delante del Santo de los Santos. Ese acto de gastarse, de consumirse, es una manera de decir “¡te amo!”, es su manera de cantar, de alabar a Dios. Gastarse… desgastarse… consumirse lentamente delante de Dios.
¿No conoce ya bastante esa lámpara pequeña la monotonía de los días, la duración de las noches, esas noches profundas, en las que ella sola permanece en vela, ardiendo delante de Dios? ¡Le importa poco! ¡Le da lo mismo! ¡Le basta estar aquí! ¡Es feliz en Su Presencia! Ella, lucecita de alegría para Aquel a quien ama, para Aquel que la está mirando siempre y a Quien ella mira siempre… ¡Es feliz, pequeñita luz, permaneciendo bajo la Inmensa Luz de ese Rostro amado!… ¡Le basta Él! ¡Su vida la llena Él! ¡Su llama arde solo para Él!
Hay momentos en que permanece inmóvil…, quieta…, reverente, en profunda adoración ante su Dios y su Señor. Otras veces se mueve, brinca inquieta, gozosa, alabando a Dios. Da igual el modo, ella solo quiere permanecer, estar ahí. Permanece feliz allí donde Él la colocó. No desea estar en otro sitio: ¡solo desea estar con Él!
Si en un momento dado, el huracán la agitara, la hiciera tambalearse, la dañara, la hiriera, casi llegar a extinguirla del todo, ella callaría de igual manera, permanecería en silencio, no se rebelaría… Sabe que en toda circunstancia Él la mira y ahí tiene su fuerza, ahí tiene su gozo, ahí tiene su paz: en permanecer ardiendo bajo Su Mirada. ¡Ella sabe que Él la mira siempre! ¡Ella sabe que la Ternura de Él está puesta siempre en su llama! ¡Ella sabe que su llama Le agrada más que millones de hogueras! Ella se da siempre…, se da cada momento, sin descanso, sin tregua,… ¡siempre!
¡Esa es su gran adoración! Ese es su acto perfecto de adoración: un continuo darse, un continuo desgastarse, un continuo consumirse, un continuo entregarse. Arde siempre… Es su acto perfecto de amor darse, entregarse, en un continuo presente.
Y cuanto más profundas son las noches, cuanto más fría son las noches… cuanto más oscuras y largas son las noches, más y más arde ella en el vacío inmenso del santuario. Ese vacío inmenso, esa gelidez, esa soledad que su perseverancia tan generosa ilumina como una estrella… en la noche del olvido, en la noche de la traición, en la noche de la nada, en la soledad inmensa de Jesús, ella es la única estrella que brilla. La única luz, la única chispa que brilla para Él.
La lamparilla no hace nada más… No se ocupa más que de Él, de Aquel a quien ama, de Aquel para quien ella gasta todo lo que es y todo lo que tiene… Ella saca toda su fuerza de esta convicción: ¡ella arde solo para Él!
La lamparilla no hace nada más… No se ocupa más que de Él, de Aquel a quien ama, de Aquel para quien ella gasta todo lo que es y todo lo que tiene… Ella saca toda su fuerza de esta convicción: ¡ella arde solo para Él!