Templos de Dios Vivo (V)

Quedamos el otro día en que cada corazón samaritano debe también ser un templo propiciatorio. En un propiciatorio debería haber día y noche lámparas encendidas. Lámparas encendidas siempre, cumpliendo la función de las img_6520vírgenes que elevan continuas súplicas a Dios. En la Basílica Santuario Nacionasl de la Gran Promesa hay a los lados del altar dos monumentos de alabastro –creo que son de alabastro- de vírgenes oferentes elevando continuas súplicas a Dios día y noche, vírgenes con sus lámparas encendidas. Esas estatuas ponen de relieve la misión propiciatoria del templo: continuamente elevan súplicas a Dios, día y noche la lámpara arde.

¿Quién tiene la responsabilidad de rezar? Se podría hacer esta pregunta: ¿una monja o un fiel cualquiera? Los dos deben hacerlo, todo bautizado tiene que orar, pero la monja está más obligada, porque ha sido consagrada para ello. Toda su vida tiene que ser una oración ininterrumpida, una ofrenda ininterrumpida, una llama que arde sin extinguirse, una lámpara siempre encendida.

Y en el templo, junto a la lámpara, tiene que haber un pebetero  donde se quema el incienso. Hay un pebetero en nuestro templo, un pebetero inmenso que arde siempre, que es el Corazón de Cristo. ¡Siempre está ardiendo! No son como nuestros pebeteros, en los que el carbón se consume y al final se enfría. ¡No! En Él, las brasas del amor permanecen siempre, siempre, siempre… Y ahí, a ese HORNO ARDIENTE DE AMOR es necesario que nos arrojemos para poder dar buen olor.

El incienso, si lo habéis visto despacio, es una serie granos informes, pequeñitos, feos, insignificantes, pegajosos… que, de entrada no huelen a nada, ensucian todo, porque van desprendiendo resina y polvo. Por lo pronto, a estos granitos -si los contemplas en la naveta o en cualquier recipiente que los contenga- no se les ve mucha utilidad y no tienen ninguna belleza. Y encima son pequeños, muy pequeños. El incienso solamente sirve para algo, tiene sentido y razón de ser, y despliega y emana toda la belleza de su aroma en el punto y hora que entran en contacto con el fuego. De otra manera no es nada, no es útil, no es bello.espiritusantoyfuego

Pero en el momento en que esos granitos diminutos y feos entran en contacto con el fuego, se transforman, se queman, se convierten en ceniza. Es un holocausto bellísimo, porque conforme desaparecen y se transforman en ceniza, emana de ellos un aroma penetrante, intenso, que embellece e impregna el templo, que llega y se eleva hasta Dios, que le complace, que le agrada… Es un tributo de amor, es un consumirse ante Él, es un desaparecer para embellecerle, para darle olor, para  agradarle…

Y nuestro incienso, si no se acerca al fuego, siempre será incienso sin quemar: algo feo, inútil, desagradable, insignificante… Tenemos que ser generosos y sin miedo lanzarnos a ese pebetero bellísimo que es Cristo; a las brasas, al fuego que hay en Él, en su Corazón, y consumirnos Ahí. Solamente de esa manera, en contacto estrecho con el Fuego, podremos dar algo hermoso y algo útil, pero el fuego nos tiene que consumir… y esto nos suele dar miedo. Generalmente nos resistimos y no queremos lanzarnos, no queremos consumirnos por Él. No queremos gastarnos y desgastarnos, dar nuestro aroma, dar nuestra vida para Él, para su Gloria, para consolarle, para perfumar la Iglesia.

Y nuestra vida así consumida no solo perfuma: es plegaria que se eleva, que le deleita, que le agrada… ante la que Dios nunca se niega, ante la que nunca se resiste. Atrevámonos a lanzarnos sin miedo hacia Él, hacia ese fuego, y dejémonos abrasar y consumir: que quedemos reducidos a cenizas, pero cenizas de amor. Como dice el poeta: «polvo, pero al fín… polvo enamorado».

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