Templos de Dios vivo (VI)

Soy templo de Dios y soy un templo expiatorio. Y… un templo expiatorio, efectivamente, de todos los pecados de la humanidad; pero, de manera especial, de aquellos pecados que van contra el Santísimo Sacramento y que hieren tan profundamente el Corazón de Jesús.

¿Qué es expiar? Son términos que desgraciadamente se han ido desterrando del vocabulario de las personas y también del vocabulario de los cristianos, wp-1474409825176.jpgy también del vocabulario de los sacerdotes y de los consagrados. Parece que pronunciar la palabra expiar da vergüenza, como las palabras sacrificio, oblación, inmolación…

Pues en nuestro caso, no puede ser así. Estamos llamados a vivir expiando, reparando, inmolándonos por amor… en una oblación continua. Todas esas palabras tienen que estar llenas de sentido para un corazón samaritano, pero llenas de un sentido gozoso y positivo, para nada triste, negativo, taciturno.

Una de las cosas que más fuerza me ha dado a mí en estos últimos diez años, y entodas las peripeciad y vicisitudes que hemos pasado, ha sido recordarme a mí misma: esto es parte de la inmolación a que estoy llamada: “Porque quiero que tú y esa otra religiosa os inmoléis continuamente por la gloria de mi Divino Corazón.”

Y os puedo asegurar que para nada mi vida se ha visto teñida de tristeza, de un sentimiento negativo, por vivir con esa conciencia de ser inmolada a cada momento, a cada instante. No tiene nada que ver una cosa con la otra, se han empeñado en decir que es así. Pero yo creo que la alegría más grande es la de propia oblación, la de la propia entrega, la de la propia donación…; la alegría más grande y la fuerza más grande. Yo al menos lo he experimentado así.

Expiar es lo que Jesús hizo con su vida y con su muerte y creo que no podemos decir que Jesús fue un tipo triste. Jesús es la Alegría infinita, la Bondad Infinita, la Ternura infinita y vivió en una inmolación continua, en una oblación perfecta; reparando y expiando los pecados de los hombres: nuestros pecados, mis pecados.

Expiar, ¿qué es? Expiar es purificar, borrar las culpas, volver a limpiar lo que está manchado, a purificar lo que ha sido profanado… como por ejemplo, un templo. Y el pecado es lo que más mancha, lo que más profana…, lo que más ensucia. Un templo expiatorio es ese templo donde se lava lo manchado, wp-1474442965505.jpgse purifica lo profanado, donde se borra la culpa, donde se quita todas las manchas.

Expiar… no es tan difícil, consiste en lo de siempre: mirar a Jesús. Él es el Cordero de Dios que toma sobre Sí el pecado del mundo, que expía nuestras culpas. Es tan sencillo como vivir y morir como Él. Evidentemente no vamos a caminar por Palestina, como Él caminó, ni vamos a morir en el patíbulo, como un maldito de Dios, como Él murió. Pero sí, podemos vivir como Él, que pasó haciendo el bien, y morir como Él, en un acto perfecto de amor a la Voluntad de su Padre. Así se expía: imitando la vida de Jesús, configurándonos con Él, haciendo nuestros los sentimientos, las vivencias de su Corazón.

Toda expiación tiene tres cosas, tres pasos, tres principios.

Primero reconocer la culpa y pedir perdón, porque si ni siquiera somos conscientes de que hay algo sucio, nunca vamos a querer limpiarlo. Reconocer lo que está mal, ser sinceros, ser veraces, ser transparentes  y humildes para reconocer los errores. Y después de reconocerlos, pedir perdón. No basta con reconocerlos, hay que pedir perdón.

Hay personas que se niegan a hacer esto. “¿Por qué tengo que pedir perdón? Pues… si no pides perdón, no vas a ser perdonado. No basta reconocer que he cometido un error, que soy culpable de algo. Hay que reconocerlo y aborrecer eso que he hecho mal y arrepentirme de haber hecho eso mal y mostrar ese arrepentimiento pidiendo perdón a quien he ofendido: a Dios y a las personas que pueda haber herido. Siempre que pedimos perdón a Dios, somos perdonados, pero hay que pedirle perdón.

Al inicio de su Pontificado, el Papa Francisco dijo: “Dios no cansa de perdonarnos. Más bien: somos nosotros que nos cansamos de pedir perdón”. Y si no pedimos perdón, si no mostramos nuestro arrepentimiento, no podemos ser perdonados.

Hay gente que dice: “Bueno… Dios es misericordioso y perdona siempre a todo el mundo.” Sí: Dios es misericordioso y perdona siempre… ¡a todo el mundo que pide perdón! Si perdonara a quien no pide perdón, a quien no está arrepentido y muestra arrepentimiento de lo que ha hecho mal, Dios no sería justo.

Una cosa es la actitud de mi corazón siempre dispuesto y abierto al perdón, para quien venga pedírmelo; y otra cosa es que yo perdone a quien no pide perdón. No malgastes el perdón, no lo manoseemos, no lo rebajemos, no lo profanemos. El perdón es un don, es un regalo, pero hay que desearlo.

¿Para qué vas a perdonar a quien no quiere ser perdonado? Más bien tendrás que ayudar a esa persona que reconozca su error y pida perdón. Si no… aunque se formule “sí, yo te perdono”, no hay un perdón real, no hay una remisión de la culpa, porque si no la reconoce y no la aborrece, no puede ser perdonada.

Esto es muy importante, porque a veces en la vida de comunidad, nos saltamos eso. “Bueno, como soy así, ya me perdonarán”. ¡¡No!! Como eres así, reconoces tu error y vas a pedir perdón. Otra cosa es la actitud de las hermanas que te perdonarán, porque tienen el corazón bien predispuesto para perdonar cuando tú acudas; pero no des por hecho que las cosas se pueden dejar así. Uno de los graves problemas de las comunidades -y también de las familias- es que no se pide perdón…wp-1474442965528.jpg

Un templo expiatorio es un templo en el que se reconocen las culpas y se pide perdón, por las propias culpas, por supuesto, y por las de nuestros hermanos. Si yo percibo en cualquier hermano o hermana una culpa, tengo que hacerla mía -para eso soy un templo expiatorio- y expiar esa culpa. Debo reconocer esa culpa y pedir perdón por ella, aunque no sea mía, como si lo fuera. Y para pedir perdón, esa culpa me tiene que doler como si fuera propia.

Y aquí viene la gran pregunta que yo me hago y que os hago a todos: ¿las culpas de mis hermanos me duelen?, ¿me hieren el corazón?, ¿me apenan como si las hubiera cometido yo?, ¿o me indignan, me ponen furiosa, y me endurecen? ¡No puedo pedir perdón de aquello que no me duele! ¡No puedo expiar aquello que no me duele como si fuera propio, porque a Dios le dolemos así! Dios odia el pecado, pero nos ama; y a Dios le duele vernos pecar, porque sabe que es el mayor mal para nosotros y le dolemos, le pesamos en el Corazón… No le indignamos, no le ponemos furioso: le dolemos, le apenamos profundamente.

El segundo paso de la expiación, después de reconocer el mal y pedir perdón, es reparar el daño causado y sanar -en la medida de lo posible- la herida. ¿Y cómo voy a sanar yo semejantes cosas o determinadas heridas? ¿qué medios tengo?

El acto más reparador y más expiatorio es el amor puro. La entrega de mí misma por amor puro, en lo de todos los días. Lo que más puede reparar las heridas del Corazón del Señor es el amor. ¡Ese es el verdadero bálsamo que cura sus heridas!

La reparación más perfecta es hacer mío si dolor, el dolor de Él, y tratar de hacérselo olvidar a fuerza de amor. Amarle tanto que mi amor le consuele y le conforte y le llene de tal manera, que consigamos hacerle olvidar, aunque sea por un momento, el dolor del pecado. ¡Eso es la reparación!

Y la reparación se pude wp-1474442965520.jpghacer de muchas maneras en la vida práctica. ¡Ojalá siempre tuviéramos la oportunidad de estar delante del Señor, en su Presencia! Pero no siempre podemos estar adorando sacramentalmente a Dios, pero sí en las custodias vivas que me rodean, puedo reparar. Y el amor hay que hacerlo concreto en obras, en actos… “obras son amores y no buenas razones”, y el acto más reparador -uno de los más reparadores- simple, pero bellísimo, es el de la sonrisa. El mundo brillaría de otra manera, si erradicáramos de él los ceños fruncidos y lo ilumináramos con sonrisas. Detrás de una sonrisa puede haber tanto amor… Detrás de una sonrisa puede haber tanto heroísmo…

Amar, callar y siempre sonreír. Ese es el acto más reparador: una persona que siempre sonríe, que siempre tiene buena cara, que siempre es afable, que nunca protesta, que no refunfuña a cada cinco minutos por todo, que disculpa siempre, que obedece siempre, que espera siempre, que calla siempre… pero sobre todo, que sonríe siempre… Esa persona es un acto reparador continuo, es un motivo de gozo para el Señor siempre ¡Esa persona es una heroína, porque sonreír siempre es muy difícil.

Yo se lo he dicho muchas veces a las monjas: si en la comunidad hay una hermana que siempre sonríe, siempre está de buen humor y de buen talante, no quiero saber nada más de ella, porque sé lo suficiente: esa hermana es santa. Me imagino que el resto de su vida irá bien: la oración irá bien, el ejercicio de virtudes irá bien, la obediencia irá bien, el trabajo irá bien, la convivencia con las hermanas irá bien, será dócil… porque si sonríe siempre, es porque está muy unida a Dios y vive muy en su Presencia; si no es imposible. Siempre sonriente, siempre con buena cara, siempre con buen talante… el resto se supone.

2 comentarios en “Templos de Dios vivo (VI)

  1. «Amar, callar y siempre sonreír. Ese es el acto más reparador: una persona que siempre sonríe, que siempre tiene buena cara, que siempre es afable, que nunca protesta, que no refunfuña a cada cinco minutos por todo, que disculpa siempre, que obedece siempre, que espera siempre, que calla siempre… pero sobre todo, que sonríe siempre… Esa persona es un acto reparador continuo, es un motivo de gozo para el Señor siempre ¡Esa persona es una heroína, porque sonreír siempre es muy difícil.»

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