¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad!

Del libro de las Confesiones de san Agustín, obispo
Libro 7, 10. 18, 27

Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste. Entré, y vi con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; img-20160117-wa0168.jpgno esta luz ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y que lo llenara todo con su magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. Ni estaba por encima de mi mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre la tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo, porque fui hecho por ella. La conoce el que conoce la verdad.

¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: «Soy alimento de adultos: crece, y podrás comerme. Y no me transformarás en substancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí».

Y yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, el que está por encima de todo, Dios bendito por los siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino de la verdad, y la vida, y el que mezcla aquel alimento, que yo no podía asimilar, con la carne, ya que la Palabra se hizo carne, para que, en atención a nuestro estado de infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría por la que creaste todas las cosas.

¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te awp-1472314507153.jpgmé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de tí aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti.

Hoy es domingo, y la liturgia omite la memoria de San Agustín, Obispo y Doctor de la Iglesia, pero yo le quiero mucho porque -de alguna manera- me considero, como él, un corazón inquieto. Por eso he leído la segunda lectura del Oficio de Lecturas, que es una de las más bellas de todo el Oficio. Es una página de las Confesiones que es «famosa», sobre todo el último párrafo, que comienza con el «Tarde te amé…»

Pero hoy he querido centrar mi atención en el párrafo anterior, el que empieza diciendo: «Y yo buscaba el camino…» Me llega muy hondo que el gran Agustín, Padre de la Iglesia de Occidente, el «Doctor de la Gracia», el máximo pensador del cristianismo del primer milenio y uno de los más grandes genios de la humanidad, declare -con esa sencillez y ese aplomo que le caracterizan- que sin Jesucristo es imposible llegar a Dios, conocer a Dios, ni saborear su sabor, ni aspirar su aroma…

«y el que mezcla aquel alimento, que yo no podía asimilar, con la carne, ya que la Palabra se hizo carne, para que, en atención a nuestro estado de infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría por la que creaste todas las cosas».20070118103158-jesus-10 ¡Qué precioso es para mí, que me considero un pequeñuelo, escuchar esto de labios de San Agustín…!  Dios atiende nuestra pequeñez encarnándose y haciendose asequible. No podemos penetrar en el Misterio insondable y eterno, pero no renuncia a alimentarnos con su esencia, con su Ser Divino, y por eso se encarna, transformandose en un Alimento «asimilable» para nuestra pequeña y débil naturaleza… ¡Qué bueno y condescendiente es Dios…!

Leyendo estas líneas que describen la experiencia íntima y profunda de encuentro con Dios de uno de los santos más grandes de todos los tiempos, yo también «me estremezco de amor y de temor» al comprobar que el itinerario para llegar a Dios es el mismo para el gran Agustín que para esta pobre monja y para cualquier ser humano que busque a Dios: el de la pequeñez, el abajamiento y la humildad… pero sobre todo… ¡JESUCRISTO! El es el Camino y la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre si no es a través de Jesús.

¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche. Sí: el anhelo más hondo de mi corazón eres Tú, Jesús. Gracias por alimentarme y hacerme gozar de tu Padre y llevarme a ser Hijo, a participar de tu filiación divina. Gracias porque, haciéndote lo que yo soy: carne, me has hecho a mí lo que desde el Principio Tú eres: hijo de Dios.

Un comentario en “¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad!

  1. «» ¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te awp-1472314507153.jpgmé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de tí aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti.»»

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