Muéstranos al Padre (III)

Una puerta antes cerrada ya de par en par abierta…

El Padre es el Nombre del que toma el nombre en el cielo y en la tierra toda paternidad, eso nos lo dice San Pablo en los Efesios. Dios Padre es el referente de todos los padres; nadie puede comprender la paternidad y tampoco la maternidad –porque Dios es padre y madre, no solo es Padre– sin el referente de Dios Padre. Él es el Nombre del que toma nombre en el cielo y en la tierra toda paternidad y ante la cual Pablo nos invita a todos a doblar las rodillas junto con él. Hay un pasaje muy hermoso en Efesios 3,14 y siguientes, que yo recomiendo que leáis porque es muy bonito. Él habla de que, si doblamos las rodillas ante el Padre, el Espíritu Santo vendrá y nos instruirá en el interior del corazón y hará en nosotros -conformará en nosotros- un corazón de Hijo.

En este momento, yo querría tener el Corazón y los labios de Jesús para hablar del Padre como corresponde, porque nadie puede hablar del Padre como habló Jesús, que es el que de verdad conoce al Padre, Quien de verdad nos ha mostrado al Padre. Entonces en esos momentos lo que yo intento es pedir esa gracia de tener el Corazón y los labios de Jesús. Pero sobre todo el Corazón, para hablar del Padre como al Padre le corresponde y como el Padre desea ser conocido, porque Jesús es el único que es capaz de mostrarnos al Padre.

Todo orador y cualquier persona que da una charla, tiene un tema favorito, un tema que se le da mejor, que domina más, que le gusta más, con el que transmite más cosas… El «tema» de Jesús es el Padre. Pero para Jesús el Padre no es un tema simplemente, para Jesús el Padre es su Vida, la Razón por la que ha venido: Él no ha venido para otra cosa sino para mostrarnos al Padre y para llevarnos al Padre.

A mí misma me sucede: yo lo sé, lo sé con la cabeza -lo tengo asumido intelectualmente pero no siempre lo sé con el corazón, se me olvida- que el Padre es el término. “Nadie va al Padre sino por mí” dice Jesús y Jesús ha venido llevarnos al Padre. La Redención es llevarnos al Padre.

La Redención es una puerta que estaba absolutamente cerrada y era infranqueable por el pecado; Jesús viene y, con su Muerte y su Resurrección, abre esa puerta que estaba cerrada. Lo que era infranqueable queda abierto de par en par pero –y aquí viene el misterio grande– para que nosotros pasemos.

La Redención es abrir esa puerta: Jesús la ha abierto, Él es mi Redentor y me ha posibilitado el hecho de que yo pueda ir al Padre y estar con mi Padre. Pero una vez que Él ha abierto la puerta, Él la ha atravesado y me espera al otro lado y me llama al otro lado. Soy yo la que tengo que atravesar la puerta porque… sí: Él es mi Redentor, Él es mi Salvador, pero soy yo la que me salvo, soy yo la que decido libremente cruzar ese umbral, cruzar la puerta. Él me está esperando en el quicio, al otro lado, y me está llamando y me está diciendo por dónde se va, por dónde se llega al Padre. Me dice que el fruto de la Redención, la Salvación, es la posibilidad de vivir eternamente con el Padre sin límites, sin ninguna traba que me impida estar con Él plenamente y gozar de Él plenamente. Pero… ¡ese paso es mío! ¡sólo mío! ¡es libre! Jesús no lo va hacer por mí, ni me va a empujar, ni me va a arrastrar. Ha abierto el camino -Él es mi Camino- pero yo tengo que dar ese paso consciente y voluntariamente, tengo que decir: “quiero atravesar ese umbral”.

La Redención es obra de Jesús, la salvación es mía; la Salvación es una obra mía no es ya de Él, mi salvación es mía. Y esto es un principio con el que mucha gente se hace unas “bolas” fenomenales y luego, encima… ¡se enfada con el Padre, que es el que menos culpa tiene en todo ese asunto!

Dios ya ha hecho todo lo que tenía que hacer. Siendo Todopoderoso, no ha escatimado a su único Hijo; ahora tú tienes que querer ir, tú tienes que ir. No vale decir: “¡que me arrastren!” porque entonces no te estás salvando, no estás yendo tú, no estás demostrando que quieres estar con Él. Si te llevan a la fuerza pues… ¡vaya una gracia! Eso es lo que hace todo el mundo, pero no es lo que el Padre quiere hacer, no es el plan del Padre: el plan del Padre es un plan de Amor y el amor es lo más contrario a la coacción, a forzar. El amor, si es verdadero, ¡siempre deja libre al ser amado! Si lo aprisiona de alguna manera, si lo acapara de alguna manera, ya no es amor, es una de las miles de falsificaciones que hay del amor. El amor, si es auténtico, si es real, deja absolutamente libre el objeto amado. El amor no es posesivo, al contrario: el amor es… ¡donación! Cuando nos empeñamos en acaparar, en aprisionar, en poseer a alguien, lo estamos utilizando, estamos siendo egoístas, estamos quitándole la libertad que Dios le ha dado y, por supuesto, no lo estamos amando.

Por eso, la Redención y la Salvación -como son los actos supremos del Amor del Padre- han dependido de nuestra libertad, de nuestra aceptación libre. La Redención depende de la Voluntad humana de Jesús, que ha querido redimirnos y secundar el plan del Padre. Y la salvación depende de la voluntad de cada uno de nosotros. ¿Yo quiero salvarme? ¡Sí! Pues me pongo en camino y voy avanzando hacia el Padre con Jesús y como Jesús me dice -porque Él es el Camino- y yo digo cuando me encuentre en el umbral de esta puerta: “Quiero salvarme”. Y eso nadie, ¡absolutamente nadie!, lo puede hacer por mí. Esto es muy importante porque la gente se confunde mucho:

-“¡Es que Dios me va a condenar!”

-¡No, no, perdona! Dios no te salva ni te condena, tú solo te salvas o te condenas.

-“Es que Dios…”

-¡Que no! Que Dios ya te lo ha dado todo, ahora tú tienes que hacer lo poquito que te corresponde; pero ¡tienes que hacer tú!

Esto es una cosa como muy elemental, pero -aunque parece muy básico y muy obvio- mucha gente no lo sabe. Hay gente que no conoce la diferencia que existe entre la Redención y la Salvación. Y… que la Redención es un acto de la Voluntad libre de Jesús que tiene que secundar el acto libre de mi voluntad, tampoco lo sabe mucha gente.

Y éste es el plan del Padre: Jesús nos ha abierto camino y yo, siguiendo a Jesús, me salvo porque quiero salvarme. El Padre no tiene nada más que hacer salvo esperarme allí al final, al otro lado de la puerta con los brazos abiertos. Y me está esperando e, indefectiblemente, me esperará siempre. Hasta el último instante de mi vida Dios me espera con los brazos abiertos y espera mi voluntad firme de salvarme.

Y luego nos entramos en la cuestión de que “¡Ay!, ¿y el que no quiere? ¿qué pasa con el que no quiere?” Teológicamente… el que no quiere salvarse no se salva, luego se condena. Pero… ahí yo ya no me voy a meter en este post, porque es un asunto muy complejo y delicado.

Yo solamente sé que a mí Dios me llama a salvarme y yo quiero salvarme. Luego… iré a trompicones, me daré doscientos tortazos por el camino, tendrá que venir Jesús a levantarme del suelo mil doscientas veces… pero lo que importa es que a pesar de los baches, a pesar de las caídas, a pesar de los golpes… yo sigo queriendo. Esa voluntad firme de salvarme es la herramienta que yo le doy al Padre para poder tenerme con Él toda la eternidad, porque… ¡Él quiere!, “Dios quiere que todos los hombres se salven”, dice la Biblia. Hace falta saber si yo quiero y ahí ya es una cuestión de cada uno.

 

 

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